Pintura - Mural

La pintura mural, por definición, es aquella obra de arte que forma parte inseparable de los espacios arquitectónicos. No nos referimos a una composición plástica independiente, más cercana a la pintura de caballete, sino que se encuentra profundamente vinculada a los muros de la arquitectura sobre los que se asienta.
Por sus dimensiones y su ubicación en el espacio arquitectónico, el arte mural es también un medio de transmisión sociocultural, que necesita para mostrarse, insertarse en un ámbito de exposición pública.
La pintura mural es un tipo de pintura bidimensional condicionada por los paramentos arquitectónicos o muros que actúan de soporte. Son las condiciones de solidez y de permeabilidad de los muros lo que influye este tipo de pinturas muy sensibles a la humedad.
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Procedimientos técnicos
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Una de las técnicas propias de la pintura mural y la más común es el temple. Requiere de un proceso de preparación del muro previo a la ejecución de la obra. Primero se le da un enlucido de yeso blanco, que no sea calizo, se lijan las irregularidades y se pasa una mano de templa por toda su extensión. Cuando está seca se disimulan los fallos o grietas con una masilla confeccionada con tres partes de yeso blanco y una tierra blanca, amasada con el mismo temple, la cual se conserva en un envase apropiado para ser utilizada de un día para otro. Una vez seco este material se lija y se repasan de templa.

Puede ocurrir que las superficies de los muros o techos, a pesar de todas las preparaciones señaladas, no ofrezcan las garantías necesarias, procediéndose en este caso a forrarlas con tela de retor o un tejido de hilo de poco cuerpo.

Antes de realizar la decoración pictórica propiamente dicha ha de procederse a enfundar, o sea pintar los muros con las tintas generales, de acuerdo con el boceto.

Sin posibilidad de retoque

Como la decoración mural no permite improvisaciones ni tampoco copiar del natural, el pintor ha de estar rodeado durante la ejecución de la obra de todos aquellos antecedentes y elementos que le ayuden a triunfar en su cometido. El boceto en este caso es indispensable y en él han de estar implícitamente resueltos la distribución de las masas, los valores cromáticos y la entonación. Aunque en algunos casos se dibuja directamente es conveniente preparar dibujos de las figuras hechos a su tamaño y de las arquitecturas u ornamentos de trazado complejo, sobre papel fuerte.

Una vez hecho todo esto se procede a pintar al temple. Gracias a todos los procesos previos los colores penetran muy bien en la pared y se consigue una conservación muy durable, aunque tiene la dificultad, para el pintor, que la obra al fresco tiene que pintarse sin posibilidad de error y con celeridad, de modo que casi nunca es posible corregir o retocar.

Características

La pintura mural suele tener un carácter decorativo de la arquitectura, aunque también cumplió finalidades didácticas.
A diferencia de la Miqitagigantografía, el mural debe contener un relato. Por ello, se dice que es como una película quieta.

Características principales del mural:

Monumentalidad, la cual no solo esta dada por el tamaño de la pared sino por cuestiones compositivas de la imagen.

Poliangularidad, hace referencia a los distintos "Puntos de Vista" y "Tamaños del Plano", los cuales pueden estar en un mismo campo plástico.

Historia

Digamos que, la historia de los murales comienza en la prehistoria. Las primeras imágenes fueron descubiertas en las paredes de las cavernas donde a traves de las pinturas contaban las actividades de sus vidas, en las llamadas pinturas rupestres podemos ver, caza de animales, rituales con fuego.

La pintura mural se desarrolló durante el largo periodo del paleolítico superior. Se pintaba en las paredes, ya que desde siempre el hombre ha necesitado expresarse a través de superficies coloreadas que oscilan entre el signo abstraído de la naturaleza y el dato que se toma partiendo de la realidad natural.

Las cuevas de Altamira (Santander, Cantabria) son un ejemplo clarísimo de este tipo de pintura mural. Los investigadores aseguran que eran las duras condiciones climáticas las que obligaban a los pintores en trabajar en cuevas.

Más adelante, en la civilización egipcia, aparecen en la escritura jeroglífica símbolos como serpientes, pájaros u ojos algunos pintados en paneles o directamente sobre paredes y columnas; otros están hechos en relieves tallados en losa de piedra que representan ceremonias religiosas. Algunas conservaban el color de la piedra (arenada o beige) destacándose también los tonos brillantes. Posteriormente, en el imperio Romano y en las civilizaciones Mayas y Aztecas, los murales contribuyeron a contar parte de la historia de estas culturas y las costumbres que más adelante ayudaron al hombre a estudiar y descifrar la vida de estas civilizaciones. Llegando a nuestros días, podemos ver, en entradas de edificios, murales que datan de los años '60 y '70, realizados en ladrillo, mayólica o yeso con armazón de alambre, en los que destacaban por ejemplo las figuras abstractas
Hoy en día, las técnicas que usaban para hacer ese tipo de pintura mural producen admiración por su sencillez y porque son perdurables. Los instrumentos que usaban para extender los colores eran sus propios dedos o pinceles.

Para crear los colores usaban como aglutinante la grasa animal, a la cual añadían diferentes pigmentos para colorarlo. Se sabe que los productos más usados eran el óxido de manganeso, que producía tonalidades grises y rojizas, y el óxido de hierro, de una gamma entre el rojo y el ocre. También usaban el carbón, y en algunos casos, sangre. Este procedimiento fue ideal para conseguir una adherencia perfecta sobre las rocas porosas de las cuevas.

El muro como soporte


Enfrentarse a una obra mural plantea, desde sus inicios, un problema doble. El primero tiene que ver con su magnitud, en tanto que el segundo dice relación con el soporte (contenedor arquitectónico) en donde la obra artística será emplazada. La realización de un mural importa también conocer el oficio técnico pictórico para componer en grandes formatos; ello va desde pensar el soporte, emplazar las formas, colorear los espacios y terminar la obra asegurando su estabilidad en el tiempo. Estas consideraciones son importantes ya que en algunos casos, especialmente en algunos proyectos contemporáneos, estos fundamentos de espacialidad arquitectónica y monumentalidad no son controlados, o bien son transgredidos intencionalmente, de modo que no se establece una relación simbólica y una justificación estética entre ambos elementos, apreciándose las obras como pinturas de caballete, de gran formato, dispuestas en los muros. La pintura mural es una de las manifestaciones estéticas más antiguas de la humanidad. Lo “parietal” abre un espacio para la creatividad,

Así, David Alfaro Siquieros, verdadero activista, junto con Diego Rivera, José Clemente Orozco y otros artistas de esta tendencia, organizados políticamente en la Unión de Trabajadores Técnicos, Pintores y Escultores, declararían en un manifiesto publicado en el órgano divulgativo El Machete: "Repudiamos la llamada pintura de caballete y todo el arte de los círculos ultraintelectuales porque es aristocrático, y glorificamos la expresión de arte monumental porque es de dominio público". La nómina de muralistas fue extensa. Integró, además, a artistas consagrados, como Gerardo Murillo (Dr. Atl), Director de la Escuela de Bellas Artes en 1914; Roberto Montenegro, Jorge Enciso, Carlos Mérida y Adolfo Best Maugard, que ejercían en el país; Fernando Leal, Ramón Alba de la Canal, Fermín Revueltas, Jean Charlot y Emilio García Cahero, artistas jóvenes que comenzaban su carrera. Xavier Guerrero, se incorpora a este movimiento posteriormente.17 Pero la contienda n o fue sólo por la causa del "pueblo", en el sentido estricto de la palabra. Fue también la contienda por la libertad de expresión y de creación, contienda por la práctica pública, abierta y clara, de los valores en los que estos artistas depositaron su fe. El "Manifiesto por la libertad de un arte revolucionario", proclamado por Bretón, Trotsky y Rivera, así lo demostraría. Pero sin duda en algo fue absolutamente único este movimiento: el muralismo mexicano pudo ser, al fin, la puerta de la independencia estética de México con respecto a Europa, la sublimación de un pensamiento en el cual cada latinoamericano se observa a sí mismo. Más allá de las posiciones políticas de los artistas -o quizá a causa de ellas-, el muralismo mexicano fue la voz de América Latina, la materialización de un sueño común: el de la verdadera libertad.

Pero también impone sus condicionantes y posibilidades. La existencia de un mural plantea un diálogo entre la obra y el lugar de su emplazamiento. De acuerdo a ello las condiciones espaciales del “topos” propician un sostén de ubicación, que determinará la lógica compositiva (perímetros) que contendrá la inter e intrafiguralidad de la imagen. A partir de ello se organiza la composición, pudiendo la imagen aceptar la planitud del muro o negarla, según sean las condiciones establecidas por el autor. La pintura de gran formato demanda conocimientos, capacidades y habilidades especiales del artista. Ello, además de las posibilidades técnicas y biomecánicas que se deben considerar a la hora de realizar una obra de estas características. De acuerdo a lo anterior, lo que el artista sabe y lo que puede hacer son asuntos que van juntos en el proceso pictórico. Magnitud y monumentalidad son dos conceptos importantes, aunque no coincidentes, en la pintura mural. La amplitud material, escénica, y la monumentalidad no siempre se concilian en una obra de este tipo. La vastedad de las dimensiones de una obra no conduce necesariamente al monumentalismo de la imagen. Cuando un pintor muralista agrega a la magnitud material de la obra un “ethos de grandeza, de poder y de majestuosidad”, a través de técnicas escogidas para la configuración de la imagen, une su obra a una concepción de monumentalidad. En el caso de un cuadro la situación es diferente. La pintura de caballete condiciona la imagen a su estructura bidimensional. El mural nos ofrece un espacio más complejo, multidimensional y polisémico. Muro, espacio y obra forman parte y condicionan un solo discurso estético, en donde los códigos morfológicos y cromáticos normalmente se concilian. El mural en nuestro país ha tenido, las más de las veces, que adaptarse a un espacio ajeno19, ya construido y predeterminado. Como obra “allegada” el mural tiene que aceptar las condiciones arquitectónicas originales. Algunos autores han aceptado la estructura impuesta, en tanto que otros, como Siqueiros en Chillán, han realizado modificaciones importantes, en arreglo a los argumentos estéticos y simbólicos de la obra. Aceptar o negar el muro tiene que ver con la forma como el autor se hace parte, o no, de la estructura original. Las eventuales modificaciones pueden ser realizadas por vía de una intervención material del espacio, o a través de una modulación ideológica del mismo, inmanente al discurso estético. La negación del muro, de este modo, puede se entendida como aquella actividad pictórica que sugiere, mediante el tratamiento de figuras, la existencia ilusoria de perspectivas, esencialmente entendidas desde lo lineal, las cuales, acompañadas por ciertas atmosferizaciones que apoyan a las anteriores, crean una apariencia en el muro que permite una interpretación de espacialidad. La presencia de volúmenes tratados a manera de sólidos angulados en diferentes posiciones espaciales constituye la forma más frecuente de “negar el muro”20. Negar el muro significa, entonces, generar espacios ilusorios, planos y niveles de profundidad fácilmente decodificables por un intérprete. También se asocia con la inserción de gradientes texturales sobre sólidos geométricos que faciliten el entendimiento del “adelante” y el “atrás”, gradientes que incrementan el tamaño de la figuración en la medida que dicha figura se supone más cerca del espectador. Por el contrario, se decrementa el fenómeno textural en el entendido que la figura se aleja de él. Esta situación en la cual el muro es “expandido” mediante este artificio, que comprende romper con su planitud y naturaleza de masa horizontal y vertical, requiere de otras situaciones inter e intrafigurales que colaboren en este acto de negación. La articulación de otras manifestaciones visuales que actuarán como indicios para esta sugerencia de tridimensionalidad, en algunos casos exacerbada, tiene que ver con la instalación de objetos presentados bajo las leyes de la geometría euclidiana. Los objetos y figuras representadas en un mural se adaptan al soporte bidimensional. La profundidad, como se ha señalado, puede ser sugerida por la organización interna de la obra, por la distribución de luces y colores y también por medio de escorzos y otras diagonales o ejes de profundidad (perspectiva). A modo de ejemplo, en la pintura de bóvedas fue de común uso, especialmente en algunas escuelas barrocas europeas, la perspectiva de sotto insú, que suspendía a los personajes en el espacio celestial.
David Alfaro Siqueiros en su libro "Como se pinta un mural" aconseja una serie de procedimientos a la hora de ejecutar una obra, con el propósito de conseguir la “expansión” del muro, llevando la pintura más allá de su extensión bidimensional. La visión en un muro, en donde el arriba y el abajo, derecha e izquierda, se constituyen como coordenadas gestálticas sobre las cuales el artista emplaza su texto pictórico, plantea un tipo de problema diferente a cuando dicha obra debe someterse a un emplazamiento en donde la techumbre, bóvedas u otros elementos tales como pechinas o enjutas forman el soporte del discurso plástico.
En otras palabras, pintar considerando una continuidad textual en superficies verticales (muros), superficies superiores (techos y bóvedas), consiguiendo con ello una polidimensionalidad en la narrativa pictórica, sin que los ángulos actúen como interfases, constituye un gran desafío en el diseño de una obra cuyas magnitudes no sólo radican en sus dimensiones físicas, sino también en una parte sustancial en el programa iconográfico de la imagen pictórica que se instaura sobre esos soportes.

Otro aspecto, también consignado en el texto de Siqueiros, tiene que ver con el color como “valor espacial”. Las topografías pictóricas para el artista mexicano tienen que ver con las diversas relaciones existentes entre los colores dispuestos en el plano. En su libro encontramos una curiosa coincidencia entre sus ideas en torno al color y cómo éste es percibido en relación a los colores que existen en su entorno, con las propuestas de Joseph Albers en relación a este mismo fenómeno.

El tema en el Mural

En la historia del mural es fácil advertir la hegemonía del tema. El mural es más que un elemento de contemplación estética: subyace en él una discursividad temática, “oratoria pictórica”, como señala Siqueiros. Es incuestionable que la pintura mural tiene un sentido muy distinto al de la pintura de caballete. Además de sus divergencias semiológicas, la pintura mural está destinada a un público masivo y heterogéneo. Es cierto que un mural, como toda obra espacial, nos muestra sus elementos simultáneamente. Sin embargo, dada su naturaleza discursiva, cobra significación el elemento temporal. Un mural narra historias. En las iglesias es posible diferenciar un cuadro, no importando su tamaño, respecto de una bóveda pintada, por ejemplo de Lucas Jordán. La técnica, la composición, los temas, la perspectiva, la factura e incluso los colores son esencialmente distintos: se trata de cosas diferentes. El tránsito del caballete al muro impone otras lógicas. Los muralistas mediatizan su discurso plástico a partir de un texto que se desea coparticipar masivamente. El contenido puede ser diverso y normalmente “pesa” más que la forma. La historia del muralismo en nuestro país, excluyendo los proyectos más contemporáneos cuyo análisis es una tarea pendiente, evidencia una primacía del discurso narrativo por sobre la construcción estética.